Oficio de Lecturas

V. Señor, abre mis labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

INVITATORIO

Ant. El Señor es bueno, bendecid su nombre.

Salmo 23
ENTRADA SOLEMNE DE DIOS EN SU TEMPLO
Las puertas del cielo se abren ante Cristo que como hombre sube al cielo (S. Ireneo).

Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes:
él la fundó sobre los mares,
él la afianzó sobre los ríos.

— ¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?

— El hombre de manos inocentes
y puro corazón,
que no confía en los ídolos
ni jura contra el prójimo en falso.
Ése recibirá la bendición del Señor,
le hará justicia el Dios de salvación.

— Éste es el grupo que busca al Señor,
que viene a tu presencia, Dios de Jacob.

¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria.

— ¿Quién es ese Rey de la gloria?
— El Señor, héroe valeroso;
el Señor, héroe de la guerra.

¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria.

— ¿Quién es ese Rey de la gloria?
— El Señor, Dios de los ejércitos.
Él es el Rey de la gloria.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. El Señor es bueno, bendecid su nombre. 

HIMNO 

¡Qué hermosos son los pies
del que anuncia la paz a sus hermanos!
¡Y qué hermosas las manos
maduras en el surco y en la mies!
 
Grita lleno de gozo,
pregonero, que traes noticias buenas:
se rompen las cadenas,
y el sol de Cristo brilla esplendoroso.
 
Grita sin miedo, grita,
y denuncia a mi pueblo sus pecados;
vivimos engañados,
pues la belleza humana se marchita.
 
Toda yerba es fugaz,
la flor del campo pierde sus colores;
levanta sin temores,
pregonero, tu voz dulce y tenaz.
 
Si dejas los pedazos
de tu alma enamorada en el sendero,
¡qué dulces, mensajero,
qué hermosos, qué divinos son tus pasos! Amén.

SALMODIA

Ant. 1. Señor, no me castigues con cólera.

Salmo 37
SEÑOR, NO ME CORRIJAS CON IRA
Todos sus conocidos se mantenían a distancia (Lc 23, 49).
I

Señor, no me corrijas con ira,
no me castigues con cólera;
tus flechas se me han clavado,
tu mano pesa sobre mí;
 
no hay parte ilesa en mi carne
a causa de tu furor,
no tienen descanso mis huesos
a causa de mis pecados;
 
mis culpas sobrepasan mi cabeza,
son un peso superior a mis fuerzas.

Ant. Señor, no me castigues con cólera.

Ant. 2. Señor, todas mis ansias están en tu presencia.

II

Mis llagas están podridas y supuran
por causa de mi insensatez;
voy encorvado y encogido,
todo el día camino sombrío.
 
Tengo las espaldas ardiendo,
no hay parte ilesa en mi carne;
estoy agotado, deshecho del todo;
rujo con más fuerza que un león.
 
Señor mío,
todas mis ansias están en tu presencia,
no se te ocultan mis gemidos;
siento palpitar mi corazón,
me abandonan las fuerzas,
y me falta hasta la luz de los ojos.
 
Mis amigos y compañeros
se alejan de mí,
mis parientes se quedan a distancia;
me tienden lazos
los que atentan contra mí,
los que desean mi daño
me amenazan de muerte,
todo el día murmuran traiciones.

Ant. Señor, todas mis ansias están en tu presencia.

Ant. 3. Yo te confieso mi culpa, no me abandones, Señor, Dios mío.

III

Pero yo, como un sordo, no oigo;
como un mudo no abro la boca;
soy como uno que no oye
y no puede replicar.
 
En ti, Señor, espero,
y tú me escucharás, Señor, Dios mío;
esto pido:
que no se alegren por mi causa,
que, cuando resbale mi pie,
no canten triunfo.
 
Porque yo estoy a punto de caer,
y mi pena no se aparta de mí:
yo confieso mi culpa,
me aflige mi pecado.
 
Mis enemigos mortales son poderosos,
son muchos
los que me aborrecen sin razón,
los que me pagan males por bienes,
los que me atacan
cuando procuro el bien.
 
No me abandones, Señor;
Dios mío, no te quedes lejos;
ven aprisa a socorrerme,
Señor mío, mi salvación.

Ant. Yo te confieso mi culpa, no me abandones, Señor, Dios mío.

VERSÍCULO

V. Mis ojos se consumen aguardando tu salvación.
R. Y tu promesa de justicia.

PRIMERA LECTURA

De la segunda carta del apóstol san Pedro 3, 1-18
EXHORTACIÓN A ESPERAR LA VENIDA DEL SEÑOR

Ésta es ya, queridos hermanos, la segunda carta que os escribo. En las dos os refresco la memoria, para que vuestra mente sincera recuerde los dichos de los santos profetas de antaño y el mandamiento del Señor y Salvador, comunicado por vuestros apóstoles. Sobre todo, tened presente que en los últimos días vendrán hombres que se burlarán de todo y que procederán como les dictan sus deseos. Ésos preguntarán: «¿En qué ha quedado la promesa de su venida? Nuestros padres murieron, y desde entonces todo sigue como desde que empezó el mundo.»
Éstos pretenden ignorar que originariamente existieron cielo y tierra; la palabra de Dios los sacó del agua y los estableció entre las aguas; por eso, el mundo de entonces pereció inundado por el agua. Y la misma palabra tiene reservados para el fuego el cielo y la tierra de ahora, guardándolos para el día del juicio y de la ruina de los impíos.
Queridos hermanos, no perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos. Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con nosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan. El día del Señor llegará como un ladrón. Entonces el cielo desaparecerá con gran estrépito; los elementos se desintegrarán abrasados, y la tierra con todas sus obras se consumirá.
Si todo este mundo se va a desintegrar de este modo, ¡qué santa y piadosa ha de ser vuestra vida! Esperad y apresurad la venida del Señor, cuando desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y se derretirán los elementos. Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia.
Por tanto, queridos hermanos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables. Considerad que la paciencia de Dios es nuestra salvación, como os escribió nuestro querido hermano Pablo con el saber que Dios le dio. En todas sus cartas habla de esto; es verdad que hay en ellas pasajes difíciles, que esos ignorantes e inestables tergiversan, como hacen con las demás Escrituras, para su propia ruina.
Así, pues, queridos hermanos, vosotros estáis prevenidos; estad en guardia para que no os arrastre el error de esos hombres sin principios, y perdáis pie. Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, a quien sea la gloria ahora y hasta el día eterno. Amén.

RESPONSORIO Is 65, 17. 18; Ap 21, 5

V. Mirad: yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva; habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear: 
R. Todo lo hago nuevo.
V. Voy a transformar a Jerusalén en alegría, y a su pueblo en gozo.
R. Todo lo hago nuevo

SEGUNDA LECTURA

Del tratado de san Cipriano, Obispo y mártir, sobre la muerte
(Cap. 18, 24. 26: CSEL 3, 308. 312-314)
RECHACEMOS EL TEMOR A LA MUERTE CON EL PENSAMIENTO DE LA INMORTALIDAD QUE LA SIGUE

Nunca debemos olvidar que nosotros no hemos de cumplir nuestra propia voluntad, sino la de Dios, tal como el Señor nos mandó pedir en nuestra oración cotidiana. ¡Qué contrasentido y qué desviación es no someterse inmediatamente al imperio de la voluntad del Señor, cuando él nos llama para salir de este mundo! Nos resistimos y luchamos, somos conducidos a la presencia del Señor como unos siervos rebeldes, con tristeza y aflicción, y partimos de este mundo forzados por una ley necesaria, no por la sumisión de nuestra voluntad; y pretendemos que nos honre con el premio celestial aquel a cuya presencia llegamos por la fuerza. ¿Para qué rogamos y pedimos que venga el reino de los cielos, si tanto nos deleita la cautividad terrena? ¿Por qué pedimos con tanta insistencia la pronta venida del día del reino, si nuestro deseo de servir en este mundo al diablo supera al deseo de reinar con Cristo? Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas al que te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha redimido y te ama? Juan, en su carta, nos exhorta con palabras bien elocuentes a que no amemos el mundo ni sigamos las apetencias de la carne: No améis al mundo -dice- ni lo que hay en el mundo. Quien ama al mundo no posee el amor del Padre, porque todo cuanto hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida. El mundo pasa y sus concupiscencias con él. Pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre. Procuremos más bien, hermanos muy queridos, con una mente íntegra, con una fe firme, con una virtud robusta, estar dispuestos a cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que ésta sea, rechacemos el temor a la muerte con el pensamiento de la inmortalidad que la sigue. Demostremos que somos lo que creemos. Debemos pensar y meditar, hermanos muy amados, que hemos renunciado al mundo y que mientras vivimos en él somos como extranjeros y peregrinos. Deseemos con ardor aquel día en que se nos asignará nuestro propio domicilio, en que se nos restituirá al paraíso y al reino, después de habernos arrancado de las ataduras que en este mundo nos retienen. El que está lejos de su patria es natural que tenga prisa por volver a ella. Para nosotros, nuestra patria es el paraíso; allí nos espera un gran número de seres queridos, allí nos aguarda el numeroso grupo de nuestros padres, hermanos e hijos, seguros ya de su suerte, pero solícitos aún de la nuestra. Tanto para ellos como para nosotros significará una gran alegría el poder llegar a su presencia y abrazarlos; la felicidad plena y sin término la hallaremos en el reino celestial, donde no existirá ya el temor a la muerte, sino la vida sin fin. Allí está el coro celestial de los apóstoles, la multitud exultante de los profetas, la innumerable muchedumbre de los mártires, coronados por el glorioso certamen de su pasión; allí las vírgenes triunfantes, que con el vigor de su continencia dominaron la concupiscencia de su carne y de su cuerpo; allí los que han obtenido el premio de su misericordia, los que practicaron el bien, socorriendo a los necesitados con sus bienes, los que, obedeciendo el consejo del Señor, trasladaron su patrimonio terreno a los tesoros celestiales. Deseemos ávidamente, hermanos muy amados, la compañía de todos ellos. Que Dios vea estos nuestros pensamientos, que Cristo contemple este deseo de nuestra mente y de nuestra fe, ya que tanto mayor será el premio de su amor, cuanto mayor sea nuestro deseo de él.

RESPONSORIO

V. Nuestros derechos de ciudadanía radican en los cielos, de donde esperamos que venga como salvador Cristo Jesús, el Señor.
R. Él transfigurará nuestro cuerpo de humilde condición en un cuerpo glorioso, semejante al suyo.
V. Cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, os manifestaréis también vosotros con él revestidos de gloria.
R. Él transfigurará nuestro cuerpo de humilde condición en un cuerpo glorioso, semejante al suyo.

ORACIÓN

Mueve, Señor, los corazones de tus hijos, para que, correspondiendo generosamente a tu gracia, reciban con mayor abundancia la ayuda de tu bondad. Por nuestro Señor Jesucristo.

CONCLUSIÓN

V. Bendigamos al Señor.  
R. Demos gracias a Dios.